martes, 14 de junio de 2016

Ganador Certamen Literario Bachillerato


El núcleo. Por I, the Witchfinder.
Ante el páramo baldío, bajo un cielo ennegrecido y lacerado, yacía la ciudadela. El sanctasanctórum de la vileza, monumento a la perversión, fue construido milenios ha, por mandato de, literalmente escrito en el códice de Nimnrhuum-Kath: “Un antiguo al que había que complacer”. Eones han pasado pero, como una antítesis a la moral, sigue en pie. Sus antiquísimos chapiteles negros hundiéndose en el cielo, sus milenarias estancias perdidas en el tiempo, sus sarcófagos de piedra, sellados por los mismos que esperan su hora para despertar del letargo que les fue impuesto…
Mi viaje parece terminar aquí”-Pensó el extraño que oteaba en el horizonte.
De alta talla, delgadísima constitución y espalda arqueada, iba ataviado con una armadura hecha jirones. Entre sus manos, una espada herrumbrada de punta rota. Su rostro estaba cubierto con una celada magullada sin visera (hace tiempo que se desprendió por un golpe casi mortal), asomaban unos ojos avellana cuyo brillo hace tiempo que se consumió. Un débil zumbido resonaba en su intranquila mente. Caminaba arrastrando levemente los pies, directo hacia la ciudadela. La fatiga de un largo viaje había hecho mella en él, pero no era tiempo de detenerse, sino de afianzar todo el coraje que aún ardía en su pecho y arremeter, debía de hacerlo… por ella. Puede que el viajero no pudiera recordar ya ni tan siquiera su propio nombre, pero sí que tenía muy claro el objetivo que lo había llevado hasta allí: su hija. Lo más preciado para él le había sido arrebatado; su luz se había extinguido. Jamás descansaría hasta que tuviese la certeza de que su hija se encontraba a salvo, su amor por ella lo empujaba a continuar hacia delante en aquel penoso viaje. Pero sabía que debía de estar en aquel nefasto lugar… Hecho que no podía sino perturbar la ya de por sí trastornada mente del viajero.
Frente las ciclópeas puertas, una miríada de abominables seres se agolpaba ante su umbral. Criaturas de mente hueca, tan azotados por la corrupción que no podían hacer nada, salvo retorcerse en una ominosa letanía, primitiva y desconocida, que reverberaba etéreamente, pero con un tono cacofónico. Cuando la muerte del cuerpo trae algo superior, y ese algo es negado, sólo queda un cascarón vacío. Padecer durante siglos, como ellos hacían, hasta que de la ciudadela resurgieran sus cadavéricos amos era su destino. Pisando cenizas, llegó a una plaza en la que había sembradas hierbas crepusculares, que hacían que el lugar resplandeciera con un brillo superfluo. Las criaturas, al ver llegar al invitado, le abrieron paso hasta la puerta, pues no tenían motivos para negar el paso a nadie; sus amos les habían enseñado a ser buenos anfitriones. Tiró la espada junto a la entrada, pues lo que allí habitaba, no había hierro que lo pudiera herir. Ascendió por una escalera de peldaños de piedra rotos, cuya capa de polvo se había convertido en el deleite de insectos que se propagaban por la humedad y calidez del lugar. Dándose cuenta de que no podría ver una vez hubiera avanzado, sacó una antorcha de su mochila y la prendió con un pedernal. Una llama firme se formó, y el viajero se internó aún más en la escalera.
Una sobrenatural oscuridad aceitosa imperaba, la luz de su antorcha se debatía debido al aire viciado de los pasillos, amenazaba con apagarse y dejarlo a oscuras. Leves susurros, gritos ahogados y el repiqueteo de tambores eran más que perceptibles, junto a un miasma malsano que hacía que permanecer allí resultara un desafío. En los pasillos, los bajorrelieves abundaban, contando la historia de los grandes señores de Kath, La Olvidada, la civilización extinta. Un dolor de cabeza se apoderó de él tras deambular durante lo que le pareció una eternidad, pero ya había llegado a su destino. La monolítica puerta estigia se alzaba ante él, tallada en oricalco. Se había mantenido inmaculada, ajena al paso del tiempo, a diferencia de las paredes contiguas; ni una mota de polvo había rozado la puerta. La empujó lentamente, era pesada, tras cruzar el umbral de la misma y pasar, fue invadido por una sensación extraña, al tiempo que el sonido del zumbido de su cabeza se elevaba. El aire era denso y tan helado que podía sentir su caricia, tan afilada como una cuchilla y quizás igual de letal.
Sentada en un conspicuo trono, hecho con las fauces de un gigante, se encontraba lo que quedaba de su hija. Piel marchita, contraída a huesos de cristal, apenas unos mechones de cabello plateado en su cabeza, inusualmente ovalada, manos retorcidas y deformes. Oscuridad nacida del abismo se materializaba y rezumaba por sus cuencas vacías. Apenas vestía un manto, que le caía sobre los hombros, y una tiara de ónice y obsidiana coronaba su frente. Una cohorte de ángeles descarnados levitaba levemente junto a ella. A pesar de su apariencia totalmente ajena a lo que una vez fuera una chiquilla de piel aceitunada y ojos verdes, era su hija, no cabía duda, algo se revolvía en su pecho cuando la miraba, era un sexto sentido que afloraba, que le gritaba –esa es mi niña- mientras caminaba, hasta caer de rodillas frente a ella.
Hija mía…-Dijo entre lágrimas- Hija mía, he venido para traerte de vuelta, para liberarte.
Padre, yo ya formo parte de este sitio, ¿no lo ves? Formo parte de este sitio tanto como cada ladrillo que lo forma, como el aire que lo llena, como cada criatura que lo puebla, padre usted debería irse; es más, no debería de haber venido nunca a buscarme. Dos siglos de búsqueda, ¿para qué? Márchate, aquí no tienes nada que hacer.
Es cierto, algo desconocido, una emoción primigenia, había hecho que el padre se levantara de su tumba y dejara atrás su mausoleo para traer paz al alma en pena de su hija. Había llegado demasiado tarde, el mal era ahora irreversible, había ahondado en ella demasiado. Estaba en el punto de no retorno, de no retorno a su antigua humanidad, ya sólo se podía hacer una cosa, pensó.
Mi pequeña, eres lo más preciado que puede existir para mí. Jamás te abandonaré para que padezcas sola, deja que te acompañe en tu viaje, recemos para despertar y que todo sea un sueño, un mal sueño.
Padre e hija se fundieron en un abrazo. En alguna cámara, perdida, olvidada, aún habitan. Dos cadáveres resecos, fundidos en un eterno abrazo, junto a los cadáveres de treinta y tres ángeles negros, cuyas alas se han transformado en piedra. Se escucha, a veces, su llanto, resonando en los detestables pasillos. Permanecerán abrazados, hasta que de sus huesos sólo quede polvo y se convierta en parte de la ciudadela.
José Luis Fernández Utrera, 2º Bachillerato

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