La última Gaermon
Tenía restos de lágrimas en sus
mejillas, estaba cansada de huir por aquel sórdido pueblo. Abbey tenía una
teoría sobre aquellos “seres” extraños que tanto ansiaban encontrarla. Sin duda
se trataba de cazadores de Gaermons. Los Gaermons eran seres ya prácticamente
inexistentes en la tierra, y a los cuales Abbey tenía el deber de revivir, al ser la
última de la especie con vida.
Después de haber estado un tiempo
huyendo, llegó a una casa a las afueras del pueblo, donde parecía no vivir
nadie. Entró sigilosa, armada con el arco que había heredado de su madre al ser
asesinada por uno de los cazadores. Mientras recorría la casa oyó un ruido proveniente
del cobertizo. Quizás lo más sensato hubiera sido marcharse, pero Abbey tenía
que investigar.
Al acercarse vio una extraña sombra y
sus sentidos empezaron a dispararse. Un niño. Su sed era tanta que se abalanzó
sobre él sin dudarlo un instante. Cuando estaba a punto de aniquilar a su débil
presa, una bala rozó su cuello. Se trataba de uno de los cazadores. Velozmente
descolgó el arco de su espalda y lanzó una de sus flechas envenenadas.
Permaneció allí unos minutos, viendo
como el cazador agonizaba y se retorcía de dolor en el suelo. Dos minutos. Tres
minutos. Silencio. Otro ruido, sí, otro ruido, esta vez proveniente de la casa.
Abbey estaba herida así que decidió seguir con la huida, no sin antes haber
arrebatado el corazón de aquel niño.
Había estado mucho tiempo sola,
huyendo, muerta de hambre y con la única esperanza de poder cumplir su misión.
Meses atrás cuando descubrió la única manera de revivir a los suyos, pensó que
era una idea descabellada, absurda y cruel. Ahora esa idea era su realidad.
Arrancar corazones humanos con esencias puras no era algo que la entusiasmara,
sin embargo debía hacerlo. Cuando por fin había conseguido reunir los
suficientes, se dirigió a su escondite a recoger los elementos necesarios para
realizar el hechizo que devolvería la vida a su especie.
Se adentró en lo más profundo del
bosque para no ser vista por los cazadores. Primero hizo una triqueta con todos
los corazones. Se metió entre ellos y pronunció el hechizo. El cielo se
oscureció, los truenos y rayos caían y resonaban a su alrededor. Sus ojos se
tornaron oscuros, sin alma. Cuando estaba a punto de pronunciar la última
palabra…
Sangre. Una bala había atravesado su
pecho. Un destello de luz de una de sus lágrimas cayendo por sus mejillas y en
ese momento todo se tornó negro.
Yésica Florencia Couget, 1º Bachillerato A
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